De casete a casete
En aquel viaje a los Estados Unidos, la amiga de mi mamá había traído varias cosas para regalarle a mis hermanas, pues tenía tal acercamiento con mi mamá y con ellas que las estimaba mucho, entre algunas prendas de ropa y otros accesorios más, propios de unas niñas pequeñas.
La señora estimaba mucho a mi mamá. Eran buenas amigas, pero se inclinaba más, lógicamente, por la amistad de su hija con mis hermanas. Sin embargo, a toda la familia nos compartió mucho amor y cariño. Alguna vez nos invitó a su casa en Tabasco, pero esa aventura la dejaré para otro relato.
Recuerdo que en aquella ocasión su comentario fue: “Lupe, no les traje nada a los muchachos” y agregó: “pero me sobraron unos dólares de mi viaje, ¿crees que los puedan cambiar y se compren algo que ellos quieran?”. Mi madre, al principio, le dijo que no era necesario, que no había problema alguno, pero ella insistió, así que nos dejó algunos billetes verdes y unos chiclets americanos (que, cabe destacar, en aquellos tiempos no llegaban por acá esas marcas).
Mis padres nos dieron a elegir entre ropa o alguna otra cosa para comprar. Mi hermano y yo, unos adolescentes que comenzábamos a descubrir la música —y cabe decir que los buenos ritmos—, decidimos comprar una grabadora. Pero no podía ser una cualquiera: escogimos una grabadora que copiara de casete a casete.
Así que fuimos al centro de la Ciudad de México, a buscar dicho reproductor, y en la calle de Tabaqueros, donde se ponían los puestos que “importaban” electrónicos desde el otro lado de la frontera, encontramos nuestra preciada “gabacha”. Un aparato simple, pero con doble casetera, que sintonizaba AM y FM, y tenía un pequeño ecualizador en la parte superior, así como balance de graves y agudos.
Al llegar a casa, de inmediato le encontramos un lugar en el mueble blanco que teníamos en nuestra recámara, para que desde ahí pudiéramos escuchar música, e incluso nos despertara por las mañanas para ir a la escuela. Y no es que tuviera alarma, pero mamá entraba a la recámara, la prendía en las mañanas y ponía el radio para que nosotros pudiéramos despertar y prepararnos para salir.
La “gabacha” grabó música del radio, esperando que el locutor no hablara para que saliera la canción lo mejor posible. Hicimos mezclas de las canciones que sonaban en el momento, pedíamos prestados a nuestros amigos los casetes de moda y los copiábamos.
Había cintas de 60 minutos, y juntábamos el dinero que nos sobraba para ir a la escuela con el fin de comprar nuestros propios casetes. Luego descubrimos las cintas de 90 minutos, así que casi grabábamos un álbum completo de cada uno de los lados.
Recuerdo la primera cinta que copiamos: era el nuevo álbum de los “Hombres G”, ese donde venían las primeras palabras altisonantes en una melodía. No habíamos comprado una cinta virgen, así que mi papá nos dio una que aparentemente ya no usaban. La sorpresa fue que esa cinta vieja era donde estaba grabada la misa de la boda de mis papás. Mi madre se enojó, y recuerdo que nos castigó con la “gabacha” por un tiempo, porque habíamos borrado su boda.
Antes de los MP3, mucho antes de Spotify, aquella “gabacha” nos dio la alegría musical que todo adolescente necesita.