May the 4th be with you

Recuerdo claramente aquella tarde en que mi papá nos llevó al cine. Mientras mi mamá y mis hermanas se quedaban en casa de mis padrinos, nosotros emprendimos un pequeño viaje que marcaría mi vida. Cruzamos el puente de Río Consulado, y al fondo, como una promesa luminosa, se alzaba el hoy extinto cinema La Raza. En su marquesina brillaba el título que capturó mi imaginación desde entonces: “La guerra de las galaxias: El retorno del Jedi”.
Conforme nos acercábamos, la emoción crecía. Sabíamos que era la película del momento, que todos hablaban de ella, pero mi hermano y yo no teníamos idea del mundo al que estábamos a punto de entrar. Ver a “Arturito” en pantalla (así le llamábamos entonces a R2-D2), los duelos con sables láser, las naves espaciales… todo sucedía en un universo tan vasto y vivo que superaba incluso lo que nuestra imaginación infantil podía construir.
Entramos a la sala cuando la película ya había comenzado. Recuerdo que estaba prácticamente a la mitad; seguramente llegamos después del intermedio, una costumbre que en esos años permitía salir por palomitas y regresar sin perderse el resto. Aun así, intentamos seguir la trama: la lucha entre el bien y el mal, el lado luminoso y el lado oscuro de la Fuerza.
Cuando terminó, no queríamos irnos. Aprovechando la permanencia voluntaria —esa maravillosa política que permitía quedarse en la sala el tiempo que uno quisiera—, decidimos ver el inicio para entender mejor la historia. Nos quedamos hasta llegar justo al punto donde habíamos entrado, y así completamos la experiencia.
Al salir, no parábamos de hablar. Comentábamos asombrados los efectos especiales, las batallas con sables, los personajes… Yo, en particular, quedé fascinado con los combates. Desde ese día, supe que algo dentro de mí había cambiado. Recuerdo que, entre risas y teorías, uno de nosotros dijo: “Seguro en las anteriores cuentan cómo Darth Vader se volvió malo”. No sabíamos que estábamos viendo el episodio VI.
En la salida, algunos vendedores ofrecían pequeños sables de luz colgantes: unos tubos de cristal con líquido verde fluorescente que brillaban en la oscuridad. En ese momento, era lo más cercano a tener un sable láser de verdad. También había figuras similares con otros diseños, pero para nosotros, lo único que importaba eran los sables.
Desde entonces, me convertí en fanático, coleccionista y eterno seguidor de la saga. Recuerdo ver una y otra vez el episodio IV en el canal Trece, donde lo repetían cada semana. Los juguetes que nuestros padres podían comprarnos, el álbum de Chiclets Adams, los juegos de cama que mi mamá nos regaló —que, aunque no eran de Star Wars, tenían un ambiente espacial que nosotros integrábamos al universo—, todo formaba parte de una devoción creciente.

Hoy, cada 4 de mayo, celebro con gusto el May the 4th be with you, rodeado de figuras coleccionables, guardando imágenes de internet, viendo las nuevas películas —que, aunque a muchos no les convencen, yo sigo disfrutando con la misma ilusión de aquel niño que, por primera vez, entró a una galaxia muy, muy lejana en el desaparecido cinema La Raza.